Tenía apenas diez años de edad
cuando entró en casa un vinilo cuya carpeta estaba inundada por miles de
colores. Los tonos psicodélicos confluían en una deliciosa portada que se
presentaba como un inmenso y caleidoscópico collage que escondía un misterio a
explorar. Decenas de personajes desconocidos por aquel niño mostraban, cada uno
de ellos, una historia, una emoción inconfesable. Era el verano de 1984, y en
donde pasábamos las vacaciones no había tocadiscos, por lo que tuvimos que
aguardar al final del periodo estival para poder oírlo. Por aquella época sólo conocía
el doble álbum «20 éxitos de oro de los Beatles», y aún puedo ver en mi mente
cómo la aguja siempre saltaba juguetona cuando sonaba el solo de guitarra
cadencioso que George hacía en «Something», una de mis canciones favoritas. Los
días calurosos de agosto fueron pasando velozmente y por fin llegó septiembre.
Nunca deseé que las vacaciones terminaran con tanta rapidez aunque aquel hubiera
sido el verano de las Olimpiadas de Los Ángeles, de las que tan grato recuerdo conservo
aún, sobre todo por las gestas que protagonizó el Hijo del Viento. Ya de
regreso a Sevilla, mis hermanos y yo fuimos al salón y abrimos la carpeta desplegable de
fondo amarillo con esa inmensa foto de los fab four vestidos con trajes
militares de tonalidades chillonas. Al poner el vinilo en el tocadiscos
comenzaron a sonar voces, ritmos atmosféricos y una desgarradora guitarra que
hirió lo más hondo de mis sentidos. A partir de ahí comenzó un viaje sin
retorno, un destierro permanente de la que, hasta ese momento, había sido mi
Ítaca particular. Supe que desde aquel día nada volvería a ser igual, y
entonces comprendí mejor aquella frase lapidaria que un tío mío pronunciara con
tanta emoción en los albores de los sesenta cuando oyó por primera vez en la
radio a aquellos prestidigitadores del rock: «¡Una nueva música ha nacido!». Aquella
masa de sonidos fue desbordando mis sentidos, desde el bajo melódico de Paul
hasta la voz gangosa de John, pasando por los aires hindúes de George o los
esfuerzos de Ringo por llegar al tono adecuado de la canción. La historia
poética de aquella muchacha que abandonaba su casa me conmovió, e igualmente
soñé con ese vals mágico que bailaba el caballo Henry. Toda la emoción se
concentró justo al final del disco, cuando aquel torbellino de sonidos
orquestales ascendentes eclosionó en ese orgasmo musical que John diseñó como un perfecto colofón para ese día en la vida. Desde la nostalgia de aquel niño que
fui, aún veo girar ese viejo vinilo de forma pausada, impenitente, marcando los
segundos, las horas y los días como un reloj de arena que se va deshaciendo en
la nostalgia del tiempo. Ojalá pudiera atrapar de nuevo aquella primigenia
emoción, ese momento que ya nunca más volverá y que huirá como un haz de luces
psicodélicas proyectado en la pantalla de la inocencia.
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